miércoles, 12 de febrero de 2014

Una historia coruñesa (II)



  Subieron las viejas escaleras con calculada calma, una a una, sin precipitarse. La madera se combaba levemente bajo sus pies dejando en el aire su sonido característico. Allí dentro, el luminoso día parecía apagarse; tan solo unos pocos haces de luz se deslizaban por el resquicio de la puerta y los tristes ventanucos que daban hacia afuera estaban cubiertos de polvo y manchas grasientas.

  Habían quedado con Antonio y su compañera. Habían quedado con la antelación recomendada. En su casa, como venía siendo habitual. Allí tendrían mucho de lo que hablar, muchas cosas que discutir en baja voz. Un oxímoron de libro al que les obligaba la vida que los cuatro habían escogido. Una vida en la que uno debe discutir en susurros no es una buena vida, pero era la única que tenían, la única de la que sabían y la única que podían vivir. Los cuatro, en el centro de muchas más personas de discusiones susurradas.

  José y su acompañante no se dirigieron la palabra mientras subían esas escaleras. Lo hicieron en un silencio sepulcral, amenazador. Quizá hasta premonitorio. Un símbolo del largo silencio que atravesaba su tierra... o, simplemente, una pequeña precaución más de esas que seguían ya de forma natural, por la fuerza de la costumbre.

  Claro que ellos entonces aún no sabían lo que le había pasado a Antonio y a su compañera el día anterior, en una cafetería.

  Pero no tardaron en imaginárselo.

  Nada más llegar al piso al que se dirigían, doblando un recodo en los escalones, se toparon de bruces con dos tipos de aspecto siniestro en la puerta de sus amigos.

  Entonces se lo imaginaron, de forma súbita, sin tiempo para respirar, ni para pensar. Se lo imaginaron y supieron que tendrían que actuar.


 (Continuará)

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